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lunes, 24 de abril de 2017

LOS LIBROS DE MI HERMANO

 
          Hacía ya rato que mi mente se había ausentado de la conversación familiar. Celebrábamos el cumpleaños de mi sobrino y mientras asentía a las conversaciones de los demás, con una sonrisa bobalicona en los labios, mi atención se había desviado a los libros de la estantería que mi hermano tenía en su comedor, justo en frente de mi vista.

Pude comprobar, una vez más, que varios de mis libros de juventud estaban allí, sustraídos de la casa de mis padres, donde yo los había dejado al independizarme, y adheridos a su numerosa biblioteca.

Mis ojos se posaron sobre el lomo de un libro en concreto, “Corazón tan blanco”, y a su lado estaba “El hombre sentimental”, ambas primeras ediciones escritas por Javier Marías. En la estantería superior divisé “El túnel” de Ernesto Sábato, y ya no quise seguir, desvié la mirada al plato de tarta.

No es que me importase demasiado. Nunca he sido celosa de mis libros. Si los hubiese apreciado tanto como mi hermano adoraba sus discos, me los hubiera llevado cuando me mudé de casa. Además, él utilizó esos libros para impresionar a la que hoy es su mujer cuando eran sólo novios.

A estas alturas me hacía gracia. Mi hermano, de inteligencia lógica y memoria prodigiosa, durante su juventud y bien entrada la madurez, no había leído más que un libro motu propio, que yo recuerde, “El nombre de la rosa”, en el que invirtió cerca de un año de su vida. Tanto es así que mi padre, con su sorna habitual, le preguntaba si se lo estaba aprendiendo de memoria para recitárnoslo. Ahora, sin embargo, era un profuso lector que solía regalar libros a toda la familia.

El deseo de leer surgió en la niñez. Los primeros libros que recuerdo haber leído son los de “Antoñita la fantástica” que, heredados de mi madre, estaban en casa de mis abuelos. Los días de aburrimiento los libros me servían de consuelo.  

Mi madre era maestra y al terminar la jornada escolar se ocupaba de la biblioteca del colegio. Eso suponía que cada día, después de las clases, pasábamos allí un buen rato, ella prestando y recogiendo los libros de los pequeños lectores y después catalogando en aquellas anticuadas fichas de lectura, y yo pululando a mis anchas por estanterías y cajas de cartón repletas de las novedades que enviaba al colegio el por entonces denominado ministerio de Educación y Ciencia. Nunca he estado más cerca de la felicidad.

Leía de manera compulsiva los libros que yo misma elegía, pues, salvo los obligatorios impuestos por los profesores, he sido una lectora anárquica. Mi madre es muy despistada y, absorta en su trabajo, no reparaba en que yo iba rebuscando los libros nuevos que aún estaban sin tejuelo y me los llevaba a casa para leerlos antes que nadie. Luego los devolvía cuando quería, eso sí, no solía quedármelos una vez leídos, ya no me interesaban como objeto. Sólo las palabras y las ilustraciones que habían quedado en mi cerebro grabadas.

El afán por la lectura me acompañó durante toda la adolescencia y me convirtió en una persona introvertida que muchas veces renunciaba a salir a jugar a la calle para leer. Los estudios, la universidad, el doctorado, las oposiciones, toda la vida hojeando libros, “sembrando”, como decía mi abuelo, no me hicieron más lista, pero si menos ambiciosa.

            Leer es ver la realidad en su conjunto, de manera clara y precisa, la trivialidad de los quebraderos de cabeza y la repetición constante de las pasiones y deseos humanos. Las situaciones dramáticas se agotan rápidamente, hay sólo tres, que diría el maestro García Márquez en su libro “Cómo se cuenta un cuento”: la vida, el amor y la muerte.

Ahora que me acuerdo sí que me llevé algunos libros de casa de mis padres. Una segunda edición de bolsillo de “Cien años de soledad” que leí por vez primera a los quince años y que he releído muchas veces en el transcurso de mi vida porque siempre he hallado consuelo en los brazos de Úrsula Iguarán. También conservo “las memorias de Adriano” y “Momo”, aunque no las he vuelto a leer, y “mi familia y otros animales”, probablemente el libro con el que más me he reído.

Al fin sigo leyendo, y encontrando libros como tesoros cuando voy cada semana a la biblioteca de mi barrio, y me sigo asombrando de las palabras, y aún no se me ha trastornado el juicio como a Don Quijote. Se puede ser todo lo loco que se quiera con tal de reconocerlo, que diría en su elogio la Locura de Erasmo.

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