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domingo, 6 de agosto de 2017

EXPERIMENTO SOCIAL


De cómo es la llegada al lugar de vacaciones acostumbrado

La llegada al lugar común de la urbanización. Puede ser la piscina. Todos en bañador o bikini. Apartamentos que pertenecen en su mayoría a personas mayores que los compraron hace varios años y ahora están encantados de su inversión.

-          Buenos días.

-          ¿Qué tal?

-          Mucho calor.

-          Por la noche corre el aire.

-          ¡Qué mayores tus hijos!

-          ¿Sabes que murió el del 5º? Cáncer.

-          Pero si el año pasado le vi.

-          Ya son las dos, hay que comer.

Abuelos con nietos endosados por los padres que trabajan. Viejas que miran alrededor buscando algo que reprochar. Un viudo reciente que veranea con su hija y nietos. No se trasluce su viudedad, la costumbre de fingir, tan arraigada. El sol calienta insoportable y dentro del agua se charla de forma confortable.

Comienza el verano. Los jóvenes ausentes aún duermen la juerga de la noche de San Juan. Los adultos idiotizados por sus móviles, resuelven las pocas complicaciones del día. Los hijos pequeños marcan los horarios. El vacío es tal que flota en el ambiente como un objeto más inanimado.

Es obligado bañarse y tontear con los niños. Los adultos cargados de toallas, sillas, bolsones, tristeza, hastío, transitan por la soleada piscina. Se ha cambiado la rutina del trabajo por la del veraneo. A la hora de comer como a golpe de campana, al unísono, todos se van a comer. Monos bobos, la soledad es la mejor compañía.

En el chiringuito de la playa a las 5:30h

Es sábado y la gente anda desmadrada. Primeros días de calor y no hay que trabajar. La desidia se adueña de los cuerpos. Mi pareja y yo acordamos ir al chiringuito a tomar un café (por rellenar las horas). Es motivo de disputa entre los dos puesto que hay que andar doscientos metros.

Desde lejos ya se escucha barullo. Una panda de cincuentones celebra un cumpleaños. Han comido paella y están tomando el primer copazo. Cantan y tocan la guitarra, corean una monserga etílica.

En las otras mesas de alrededor hombres y mujeres de mediana edad beben alcohol sin pudor. Es su forma de liberarse.

Unos rusos cercanos beben vino blanco con gaseosa, van por la segunda botella y ríen a carcajadas.

Mi pareja, fijo en el móvil, fuma y bebe ron.

Dos mujeres cuarentonas e insinuantes toman el sol en tumbonas y beben vino.

Yo misma he bebido y siento la relajación corporal. Después de años de terapia he descubierto que el alcohol es lo único que me relaja. El resto también lo sabe.

Domingo 13:30h en la piscina de los apartamentos.

Después de una mañana de playa en familia, aguantando el sol y la resaca del sábado, toca retirada para comer pronto ya que el lunes muchos trabajan y otros, los que se quedan en la playa, tienen que atender sus rutinas (el fin de semana en verano, absurdamente, también se diferencia del resto de la semana).

En la piscina de los apartamentos confluyen todos los vecinos a las 13:30: viejos de 90 años, de 80, de 70 y de 60. Hay tantos que se deben clasificar por categorías. Se saludan entre ellos y se comentan los decesos del año. Familias con niños, familias sin niños, jóvenes sentados al sol, desafiantes y chulescos, charlan en la orilla de la piscina alardeando de gorras y gafas pintorescas. Los niños pequeños son ingobernables y se tiran en bomba una y otra vez.

Hay un malestar general que se trasmite en las sonrisas falsas.

A las dos en punto, como a toque de corneta, desaparecen todos. A comer. Durante tres horas no habrá ni un ruido en la soleada piscina. Nadie osará quebrantar la ley de la siesta, bajo pena de ser mal visto por la comunidad.

Domingo a las 6 h en el restaurante de la playa

Los trabajadores son dos cocineras, dos camareros y el dueño. Han servido todas las comidas y, mientras algunos clientes terminan el café, se sirven su comida. Emplean treinta minutos en los que apenas comen. Fuman mucho. Están desfondados y exhaustos. Se mueven con parsimonia y apenas hablan entre ellos. Pasado el tiempo de comida vuelven a sus cometidos en el restaurante. Limpieza, cocina y orden.

Pasan por la calle grupos de chavales jóvenes. Han terminado las clases y se alquilan un apartamento entre varios para pasar una semana de descontrol. Los padres lo saben y se lo pagan. Deambulan durante las horas de calor con las mismas camisetas todos, símbolo de las noches en discotecas. Los padres están en la ciudad trabajando.

Los dos camareros se van a descansar hasta las ocho en que volverá a llenarse el restaurante. Trabajarán hasta la madrugada. Las cocineras se quedan limpiando sepias.

Todo transcurre lento. Pasa gente dentro del local a por agua o tabaco. El dueño sube los toldos y la brisa del mar inunda la tarde. Muchos vuelven a la playa a desgranar las horas. Otros duermen la siesta.

Ir a la playa a las dos

Las dos es la hora de levantar la sombrilla y las sillas y volver a casa. Existen carros donde se pueden colocar cuatro sillas, una sombrilla, los trastos de los niños y una nevera portátil. El cabeza de familia los arrastra con aspecto de soldado con la impedimenta a cuestas.

Es mi hora de ir a la playa porque se queda vacía.

Apreciar el mar es difícil. Es cambiante. Nunca te terminas de encontrar a gusto porque al instante siguiente tienes que encontrar acomodo en esa mezcla de vientos contradictorios e impredecibles. Lo único que no cambia es el sonido del mar, que a fuerza de común se vuelve invisible, pero está ahí, acunando sueños y pensamientos mientras paseas por la orilla y contemplas un carguero al fondo entrando en el puerto.

Al mar hay que aceptarlo como es, tal cual, como un gato esquivo o una mujer enloquecida.

 

 

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