De cómo es la llegada
al lugar de vacaciones acostumbrado
La llegada al lugar común de la
urbanización. Puede ser la piscina. Todos en bañador o bikini. Apartamentos que
pertenecen en su mayoría a personas mayores que los compraron hace
varios años y ahora están encantados de su inversión.
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Buenos días.
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¿Qué tal?
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Mucho calor.
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Por la noche corre el aire.
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¡Qué mayores tus hijos!
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¿Sabes que murió el del 5º? Cáncer.
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Pero si el año pasado le vi.
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Ya son las dos, hay que comer.
Abuelos con nietos endosados por
los padres que trabajan. Viejas que miran alrededor buscando algo que
reprochar. Un viudo reciente que veranea con su hija y nietos. No se trasluce
su viudedad, la costumbre de fingir, tan arraigada. El sol calienta insoportable
y dentro del agua se charla de forma confortable.
Comienza el verano. Los jóvenes
ausentes aún duermen la juerga de la noche de San Juan. Los adultos idiotizados
por sus móviles, resuelven las pocas complicaciones del día. Los hijos pequeños
marcan los horarios. El vacío es tal que flota en el ambiente como un objeto
más inanimado.
Es obligado bañarse y tontear con
los niños. Los adultos cargados de toallas, sillas, bolsones, tristeza, hastío,
transitan por la soleada piscina. Se ha cambiado la rutina del trabajo por la
del veraneo. A la hora de comer como a golpe de campana, al unísono, todos se
van a comer. Monos bobos, la soledad es la mejor compañía.
En el chiringuito de
la playa a las 5:30h
Es sábado y la gente anda
desmadrada. Primeros días de calor y no hay que trabajar. La desidia se adueña
de los cuerpos. Mi pareja y yo acordamos ir al chiringuito a tomar un café (por
rellenar las horas). Es motivo de disputa entre los dos puesto que hay que
andar doscientos metros.
Desde lejos ya se escucha barullo.
Una panda de cincuentones celebra un cumpleaños. Han comido paella y están
tomando el primer copazo. Cantan y tocan la guitarra, corean una monserga
etílica.
En las otras mesas de alrededor
hombres y mujeres de mediana edad beben alcohol sin pudor. Es su forma de
liberarse.
Unos rusos cercanos beben vino
blanco con gaseosa, van por la segunda botella y ríen a carcajadas.
Mi pareja, fijo en el móvil, fuma
y bebe ron.
Dos mujeres cuarentonas e
insinuantes toman el sol en tumbonas y beben vino.
Yo misma he bebido y siento la
relajación corporal. Después de años de terapia he descubierto que el alcohol
es lo único que me relaja. El resto también lo sabe.
Domingo 13:30h en la
piscina de los apartamentos.
Después de una mañana de playa en
familia, aguantando el sol y la resaca del sábado, toca retirada para comer
pronto ya que el lunes muchos trabajan y otros, los que se quedan en la playa,
tienen que atender sus rutinas (el fin de semana en verano, absurdamente,
también se diferencia del resto de la semana).
En la piscina de los apartamentos
confluyen todos los vecinos a las 13:30: viejos de 90 años, de 80, de 70 y de
60. Hay tantos que se deben clasificar por categorías. Se saludan entre ellos y
se comentan los decesos del año. Familias con niños, familias sin niños,
jóvenes sentados al sol, desafiantes y chulescos, charlan en la orilla de la
piscina alardeando de gorras y gafas pintorescas. Los niños pequeños son
ingobernables y se tiran en bomba una y otra vez.
Hay un malestar general que se
trasmite en las sonrisas falsas.
A las dos en punto, como a toque
de corneta, desaparecen todos. A comer. Durante tres horas no habrá ni un ruido
en la soleada piscina. Nadie osará quebrantar la ley de la siesta, bajo pena de
ser mal visto por la comunidad.
Domingo a las 6 h en
el restaurante de la playa
Los trabajadores son dos
cocineras, dos camareros y el dueño. Han servido todas las comidas y, mientras
algunos clientes terminan el café, se sirven su comida. Emplean treinta minutos
en los que apenas comen. Fuman mucho. Están desfondados y exhaustos. Se mueven
con parsimonia y apenas hablan entre ellos. Pasado el tiempo de comida vuelven
a sus cometidos en el restaurante. Limpieza, cocina y orden.
Pasan por la calle grupos de
chavales jóvenes. Han terminado las clases y se alquilan un apartamento entre
varios para pasar una semana de descontrol. Los padres lo saben y se lo pagan.
Deambulan durante las horas de calor con las mismas camisetas todos, símbolo de
las noches en discotecas. Los padres están en la ciudad trabajando.
Los dos camareros se van a
descansar hasta las ocho en que volverá a llenarse el restaurante. Trabajarán
hasta la madrugada. Las cocineras se quedan limpiando sepias.
Todo transcurre lento. Pasa gente
dentro del local a por agua o tabaco. El dueño sube los toldos y la brisa del
mar inunda la tarde. Muchos vuelven a la playa a desgranar las horas. Otros
duermen la siesta.
Ir a la playa a las
dos
Las dos es la hora de levantar la
sombrilla y las sillas y volver a casa. Existen carros donde se pueden colocar
cuatro sillas, una sombrilla, los trastos de los niños y una nevera portátil.
El cabeza de familia los arrastra con aspecto de soldado con la impedimenta a
cuestas.
Es mi hora de ir a la playa
porque se queda vacía.
Apreciar el mar es difícil. Es
cambiante. Nunca te terminas de encontrar a gusto porque al instante siguiente
tienes que encontrar acomodo en esa mezcla de vientos contradictorios e
impredecibles. Lo único que no cambia es el sonido del mar, que a fuerza de
común se vuelve invisible, pero está ahí, acunando sueños y pensamientos
mientras paseas por la orilla y contemplas un carguero al fondo entrando en el
puerto.
Al mar hay que aceptarlo como es,
tal cual, como un gato esquivo o una mujer enloquecida.
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