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jueves, 4 de enero de 2018

RELATO DE UNA DESAPARICIÓN EN NAVIDAD


La madrugada en la que desapareció Isabel Pastor se despertó con una sensación de desasosiego mezclado con dolor de muelas. Apenas hacía dos horas que se había metido en la cama, donde su marido resoplaba como un tren de mercancías, de vuelta de una juerga navideña de chicas, que no era ni juerga, ni ellas eran chicas sino cincuentonas que batallaban malamente contra el paso de los años.

Cuando los pinchazos de banderillero de aquella muela podrida la trajeron a una vigilia ya sin remedio, se levantó a duras penas y, descalza, se fue a tomar un analgésico. Un fugaz pensamiento le recordó el ruido del móvil mezclado con sus sueños etílicos.

El contestador la avisó de dos mensajes nuevos. Uno era del tutor de su hijo que le pedía una reunión a la vuelta de las vacaciones, por unos comportamientos carentes de toda lógica. Sus palabras textuales eran: “Su hijo juega en el patio a darse collejas y a pegarse con otros chicos haciendo el bestia. No es consciente del peligro que supone para él y para los demás”.

 El otro mensaje era de Enrique, que le preguntaba angustiado si sabía algo de Isabel porque se había dejado anoche el móvil en casa y aún no había vuelto.

Recordó entonces que a veces es necesario mentir para ganar tiempo o tranquilidad, como su abuelo materno, Emilio Solís, solía decir cuando evadía las insidiosas preguntas de su mujer sobre el estado de las botellas de licor del mueble bar.

Escribió, sin perder tiempo, un escueto mensaje, diciendo que Isabel estaba durmiendo en su casa porque se les había hecho tarde y no se encontraba bien para volver sola.

Al poco sonó el mensaje de vuelta de Enrique: “Vale, cuando se despierte dile que me llame”.

Se sentó en el sillón desvencijado del comedor, con una taza de café en una mano y el móvil en la otra y, apoyada en los sobados cojines, intentó poner en orden su cabeza.

Tres meses antes, su amiga la había llamado una tarde para desahogarse. Trabajaba en un conocido despacho de abogados en el centro de Madrid y su vida había ido cumpliendo todos los pasos marcados a la edad oportuna.

Margarita del Valle, su psicóloga, la había descrito como el clásico caso de persona que necesitaba constantes aplausos de los que la rodeaban.

Tiempo atrás habría dado valor a las palabras de su terapeuta, pero hacía que meses que abandonó su consulta porque llega un punto, como sucede con los delitos, que el pasado ya ha prescrito, y hay que asumir la porquería que llevamos revuelta en la memoria.

Isabel se quejaba constantemente sobre todo lo que la rodeaba. Hacía más de treinta años que eran amigas y siempre recordaba sus quejas, sus pastillas y su enfermiza obsesión porque todo fuera perfecto.

Pero aquella conversación fue distinta. La percibió tan hundida que tuvo que acceder a su petición de quedar con ella a la mañana siguiente.

Durante el trayecto en autobús le fue contando que tenía que vaciar y poner a la venta un piso heredado de una tía soltera y que necesitaba su ayuda, puesto que no quería que Enrique se enterase.

La única familia de Isabel era su padre, Lucio Pastor, un militar retirado y enfermo de Alzhéimer que vivía en una residencia, donde confundía a las enfermeras con sus subalternos del cuartel, dando órdenes destempladas y abriendo expedientes imaginarios.

 El heredero de la casa era don Lucio, pero Isabel manejaba sus cuentas por lo que convirtió aquel piso en un refugio apartado al que acudía cada vez con más asiduidad.

Mientras Isabel le relataba la historia de su tía solterona, ella pensaba en que las dos habían entendido de manera diferente la vida.

Su amiga, a pesar de sus quejas, se sentía una mujer poderosa y autosuficiente con su trabajo y obligaciones. Por el contrario, ella había renunciado a su profesión por cuidar de sus hijos. A veces se sentía inferior. Admiraba a las otras mujeres trabajadoras, pero en su interior disfrutaba de la libertad de no tener que rendir cuentas a un jefe cada día.

El piso estaba en el centro de Madrid, en un edificio antiguo, pero bien conservado. Francisco, el portero, subió con ellas. Era un andaluz joven, con la carrera recién terminada y con una viveza en la mirada que daban ganas de comérselo.

En su casa todos seguían durmiendo, así que puso una lavadora para despejar su cabeza y calentó en el microondas su segundo café del día.

La noche anterior le había dejado un recuerdo pésimo del paso del tiempo. Las compañeras de facultad, entradas en años y en kilos, eran la sombra de aquel pasado de juventud y fines de semana de cañas.

Después de la cena, cuando el vino había hecho su efecto, Carmen Folgueras, una magistrada de la Audiencia Nacional, empezó a contar chascarrillos y a pedir chupitos para todas.

Recordó cómo hubo un momento, cuando empezaron a hablar de los fabulosos colegios de los hijos, las vacaciones exóticas y los tratamientos de belleza en que estuvo a punto de levantarse e irse. Para distraer la atención, picó a Carmen con algún camarero macizo. En seguida se puso de pie y pidió un brindis por el moreno de ojos negros que servía las copas.

Supo desde el primer momento dónde estaba Isabel, pero no quiso salir corriendo a su encuentro ni decírselo a su marido. La conocía bien. Siempre volvería para seguir la carrera sin norte en la que se había convertido su vida.

Fue ella la que tuvo que contenerla cuando se puso a bailar restregándose contra el dominicano que servía su mesa, después de contemplar cómo perdía el pulso a la vida y empezaba a envejecer mal.

La agarró y salieron del lujoso restaurante al frío de la calle desierta. Isabel estaba llorando. Esperaron en silencio un taxi y al despedirse la miró con los ojos turbios y una mueca que quiso parecerse a una sonrisa.

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