Un hombre
mayor, más de setenta años, acaba de enviudar. Se le presentan las vacaciones
por delante. Meses atrás ha tenido tiempo, en soledad, de hacer frente a su
viudedad.
A solas
llora, pero tiene una hija casada y dos nietos. Ella se ha empeñado en que los
acompañe al apartamento de la playa que, en su día, compró con su mujer
fallecida para disfrutar de la jubilación.
Todo le
supone un gran esfuerzo. Acompañar a la hija, ir a la playa, cuidar de los
nietos. Les observa a hurtadillas. Son majos, les espera una vida con alegrías
y penas. ¿Compensa? Porque al final siempre son penas.
Su mujer,
fumadora empedernida, no dejó el tabaco ni sabiendo que sufría cáncer de
pulmón.
¿Qué hay en la
mente de un ser humano para que se destruya? El vicio es la punta de un iceberg
de miedo, frustración y soledad.
Ahora siente
una pena honda en el pecho, día y noche. A veces se despierta con una opresión
en el centro de su cuerpo, intuyendo en su mente confundida por el sueño que
algo malo ha pasado. Luego vuelve a la consciencia y ya sabe qué es.
La costumbre
de su mujer se ha perdido. La compañía de los años que tuvieron su bondad y su
maldad. No sabe discernir quién da más pena, su mujer muerta o él mismo y su
soledad.
Jubilado y
todo el día por delante, reflexiona sobre una vida de trabajo y ahorros, pagar
la hipoteca, el coche, los estudios de la hija, el apartamento en la playa.
Tiene las
manos llenas de soledad y todo le parece superfluo. Comer, dormir, ver la tele,
los esfuerzos de su hija por darle ánimo, los juegos de sus nietos.
Quizá algún
día despierte y sepa vivir solo. Vejez y soledad es una bebida venenosa.
Tendría que
destruir todo el edificio moral sobre el que ha construido su vida y empezar a
elaborar una nueva visión con otras mujeres, disfrutes vanos, caprichos…
Le es más
fácil agarrarse a sus bases sólidas y ser un muerto en vida, pero valorado
socialmente por su hija, familia y amigos. Conservar sus ideas religiosas
firmes que chocan inefablemente con la cara de una muerta. La costumbre de
seguir y ahogar los sentimientos, cualquiera que llegue a los setenta es un
experto.
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