Siempre he relacionado las bicicletas con el deseo. El
extraño esqueleto de metal tiene un potente significado erótico para mí. Todo
viene, como suele ser ley, de esa extraña época que es la adolescencia, en la
que a menudo se hacen descubrimientos que quedan esculpidos en nuestro cerebro
a cincel.
Mi familia tenía el dinero justo para vivir, no es que
fuésemos pobres, pero no había espacio para los lujos. Yo observaba las bicis
de mis amigos y, como solía suceder entonces, aprendí a montar aunando mi
esfuerzo con su generosidad, de forma que, al final de la tarde, alguno de
ellos, harto de pedalear, me cedía un rato su bicicleta, y esos pocos minutos
los aprovechaba, como el tiempo que transcurre cuando te subes a los coches de
choque, con toda la emoción que se pueda imaginar.
Tal fue el caso, que adquirí una destreza destacable en
el arte del pedaleo y, lo que al principio era un nuevo pasatiempo, se
convirtió en una obsesión, un deseo insatisfecho de poseer aquel codiciado
objeto.
Mira tú por dónde, a mis padres les surgió la oportunidad
de adquirir una bici de segunda mano que había pertenecido a un primo lejano.
El mejor recuerdo de mi infancia fue ver a mi padre traspasar el umbral de la
puerta con aquella bicicleta usada que a mí me parecía nueva y reluciente. No
cabía en mi de gozo.
La mañana en el colegio era solamente un prólogo
insufrible en el que, las ansias de que llegara la tarde y salir a montar por
el barrio, eran la verdadera y mágica historia. Había triunfado. Las cuestas y
descampados eran un paraíso que relucía bajo mi nueva mirada, pertenecía al
grupo de chavales con bici. Me sentía el rey.
Una de
aquellas tardes Rosi me pidió que le prestase un rato la bicicleta. Rosi era la
chica más guapa y sensual que uno pueda imaginarse. No tenía ningún rasgo
especialmente destacable. Ojos marrones, piel morena y pelo castaño. Era su
forma de mirar, la cadencia de su risa y el movimiento cimbreante de su cuerpo
de piel tersa, lo que nos hacía permanecer absortos a todos los colegas del
barrio. Era de verbo fácil, rápida y ocurrente, te hacía quedar como un
gilipollas y luego, el resto de la tarde, los demás chavales se cachondeaban de
tu pasmo. Tu imaginabas, en tu interior, lo que le habrías podido decir en el
caso de que tu boca hubiera obedecido a tu mente.
Así que no me lo pensé dos veces, ¿Cómo negarse?, Le
hubiera dado cualquier cosa que estuviera en mi mano. Rosi la agarró por el
manillar, levantó su elástica pierna y posó blandamente su redondo culo sobre
el sillín. Aquella visión me removió de la cabeza a los pies. Me tuve que sentar
en el bordillo de la acera mientras contemplaba feliz cómo se alejaban,
sintiendo que la fortuna se había enamorado de mí.
Ninguna de las dos volvió entera. Rosi se cayó y se
rompió un brazo y mi bicicleta, a consecuencia del choque, quedó inutilizada
para siempre. Empecé a sospechar, a raíz de aquello, lo que era la vida. Si
miro muy atentamente una bicicleta puedo rememorar las sensaciones ambivalentes
del deseo, la posesión y la pérdida.
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